Tejidos metalizados, minifaldas, cortes asimétricos... Todo con el aire desenfadado que caracteriza a la firma. / D.R.
El momento más significativo de mi entrevista con Isabel Marant ocurre en el primer segundo, justo cuando la pantalla de la diseñadora de moda francesa cobra vida en Zoom. Ágil y vivaz a sus 54 años, la mujer que posiblemente ha hecho más para definir el estilo francés del siglo XXI, aún no está lista para nuestra charla. “¡Solo voy a buscar mi encendedor!”, grita con sus cálida voz con suaves tonos nasales.
Por supuesto que necesita su encendedor. Y por supuesto que fuma. Gran parte del atractivo de Marant es, a fin de cuentas, la manera en que ella y su marca encarnan a la mujer parisina moderna. Desde que lanzó su firma en 1994, esta parisina nacida en uno de los barrios acomodados de la capital gala ha ido imponiendo gradualmente su extravagante elegancia. Primero lo hizo en su ciudad y luego en casi todas las demás, construyendo un negocio global que tenía un valor estimado de 300 millones de euros en 2016, cuando vendió una participación a Montefiore Investments, pero que vale mucho más ahora.
Porque incluso aunque no sepan su nombre, todos conocen cuál es su sello: una blazer en talla XL sobre una minifalda fruncida o un vaquero gastado; también una de sus blusas boho combinada con sus zapatillas de cuña superventas. Si en los últimos 25 años ha viajado a París y ha comido o tomado el aperitivo en cualquier lugar de moda, seguro que se habrá cruzado con alguna edición de la mujer Isabel Marant. O con la propia Marant. “Sí, el estilo parisino está cada vez más definido por esta imagen de mujer que he creado. No es tan terrible admitirlo”, dice sonriendo desde la pantalla.
Y esa tendencia ha sido cimentada después por todas las demás marcas francesas, “que me copiaron y robaron”, agrega alegremente. Durante nuestra charla, Marant se encuentra en su oficina, sentada ante una pared llena de libros, con su cabello gris sin teñir y recogido como de costumbre en un moño, vestida con dos jerséis y con unas gafas encajadas en la nariz.
Es su atuendo de trabajo estándar, asegura. Durante la semana, se esconde allí, al frente de un grupo de unos 300 empleados. Pero los fines de semana, ella, su esposo (el también diseñador Jérôme Dreyfuss) y su hijo adolescente, Tal, se refugian en una cabaña en el campo, a las afueras de París. “Yo soy realmente parisina –prosigue Marant–. Ese carácter es innato: ese estilo despreocupado, la chica que fuma y bebe... ¡voilà! ¡Realmente soy el arquetipo!”.
Tejidos metalizados, minifaldas, cortes asimétricos... Todo con el aire desenfadado que caracteriza a la firma. / D.R.
La diseñadora parece satisfecha con ese encasillamiento. Supongo que cualquiera lo estaría si hubiera construido un imperio multimillonario como el suyo, compuesto por dos líneas de ropa de mujer, una de hombre, otra de complementos y, ahora, una nueva línea de gafas. Su espíritu, sin embargo, está a años luz de ese París irreal, recubierto de caramelo, que hemos visto en Emily in París, la reciente serie de Netflix. De hecho, se encuentra mucho más cerca de la manera en la que se visten los representantes de actores parisinos en la serie francesa Call my agent.
Precisamente, una de las raras ocasiones en las que interrumpe su charla es cuando le pregunto si ha visto Emily in París. Se queda totalmente en blanco. “No... No lo sé”. Silencio. Sonríe a modo de disculpa. “Me encanta leer y realmente no veo televisión. Si lo hago, suelo elegir documentales. ¡Una serie lleva demasiado tiempo!”.
Isabel Marant es hija de un padre francés que trabajaba en el mundo de la publicidad y de una madre alemana que fue modelo y luego diseñó prendas de punto. Creció en uno de los barrios más acomodados de París, Neully sur-Seine, y al principio no mostró ningún interés por la moda. Al contrario, según admite, era un chicazo malhumorado. Pero a los 11 años, de repente, comenzó a crear looks poco convencionales a partir de prendas que sus padres desechaban de sus armarios y se apropió de blazers y camisones. “Creo que tuve mucha suerte cuando era joven. Yo era muy fea, pero mi hermano pequeño era muy guapo. Tenemos un aspecto similar, es extraño, pero él era perfecto y yo...”, reflexiona. Sin embargo, no lo cuenta como si fuera una historia triste: “Creo que, con la ropa, solo quería que se fijaran en mí, que la gente viese quién era yo”, reconoce encogiéndose de hombros.
Vestirse de una manera diferente era también una forma de rebeldía para ella. Sus estilismos tenían muy poco que ver con los de su madre o los de su madrastra, una elegante mujer de Las Antillas, que siempre iba vestida a la última. La imagen habitual de Isabel era una mezcla de sus grandes pasiones: el rock, el grunge y sus viajes por todo el mundo, y una propuesta muy diferente del estilo sexy que triunfaba entre la alta burguesía parisina de la época. Con 15 años, consiguió una máquina de coser y comenzó a crear ropa con su primer novio, Christophe Lemaire, futuro director artístico de Hermès.
Luego decidió estudiar diseño en el prestigioso Studio Berçot y, a finales de los 80, empezó a hacer sus primeros jerséis y joyas, antes de dar el paso a las colecciones de moda, en 1994, con la ayuda de dos amigas. Cuando le digo que es irónico que haya acabado personificando el estilo parisino, cuando parecía tan antiparisina, señala que la ciudad estaba en ella de alguna manera. “Lo que me fascina es cómo los colectivos inmigrantes llegan con su propia cultura y la adaptan al estilo de esta ciudad. Ese fue el punto de partida de mi estilo”.
Marant insiste en que prefiere la realidad de la moda más que la fantasía. “Cuando comencé a hacer prêt-à-porter, lo que me importaba era usar ese término literalmente, decirme a mí misma: “Diseño ropa porque quiero vestirme”. Como plan de negocio, suena excesivamente obvio, pero ella tenía claro que había una brecha en el mercado que podía ocupar. “Fueron los años hipersexys, en los que triunfaba Tom Ford, la mujer-objeto... –frunce el ceño–. Me rebelé contra esa visión un poco promiscua y sucia que los hombres tenían de las mujeres, que siempre tenían que ir supersexys.
No me reconocía en esa mujer en absoluto”. Es cierto que su ropa tiene también un cierto sexy, pero se trata más de un juego de añadir y restar. “Sexy no tiene por qué ser ostentoso y obvio. Hay una cierta discreción en la sensualidad que me gusta mucho más”, asegura.
Y todo esto nos lleva hasta su nueva gama de gafas, que ella promociona con su estilo relajado. Las hay de diferentes precios, de acuerdo con sus diferentes líneas de ropa femenina, y eso le encanta, dice, “porque pierdo mis gafas de sol constantemente, así que no quiero gastar demasiado en ellas. Prefiero divertirme con unas algo excéntricas que no sean muy caras, y luego tener un par realmente bonito, del que no me canse nunca”. Cuando le comento entre risas que lleva sus gafas de ver nuevas durante nuestra charla, ella protesta riendo: “¡Las necesito!”. ¿Las ha necesitado siempre? “¡No! Es la vejez. A partir de los 40 años, ya sabes... Cuando no puedes leer la letra pequeña de las recetas, piensas: “¡Oh, Dios mío!”.
Toreras y microshorts son dos de las propuestas clave del verano de Isabel Marant. / D.R,
Marant comenzó su relación con Jérôme Dreyfuss hace más de 20 años. Ella repite que, en realidad, nunca hablan de trabajo cuando están juntos, pero al mismo tiempo reconoce que vivir con alguien que trabaja en la industria de la moda fue “enormemente” útil. “Mis novios anteriores decían: “Solo amas tu trabajo”, “Eres adicta al trabajo”... Ya sabes, eso de ser una mujer independiente hace que el ego masculino se revuelva un poco”. Pero con su marido, la relación “fluyó de inmediato. Y, cuando tienes una decepción, ayuda mucho no tener un hombre al lado que diga: “¡Pero si solo es un pedazo de tela!”. Cuando tuvieron a su hijo Tal, Isabel y su marido acordaron turnarse las tardes entre semana para cuidarlo, mientras el otro se quedaba en su oficina. Pero los fines de semana siempre van a su cabaña en el bosque de Fontainebleau, esas escapadas son sagradas para ellos. Allí pueden dedicarse a sus pasiones, desde la jardinería a la soldadura (“Tal está obsesionado”, dice Isabel con fingida desesperación) o la cerámica, la última pasión de la diseñadora. Sin embargo, como ella misma confiesa, es casi adicta al trabajo.
Incluso cuando se refugiaron en el campo durante la etapa más dura del confinamiento en Francia, terminó trabajando 12 horas al día. La pandemia no ha hecho mella en el negocio, admite, porque el cierre de algunas tiendas físicas se ha compensado con una explosión de las ventas on line: “Ha sido un descenso diminuto, para lo que podría haber sido”. Pero parece que Marant no está todavía dispuesta a retirarse a su cabaña para pasar los días sin más preocupación que sus aficiones y su familia. Quizá es tan improbable como que deje de fumar.