El invierno de 1808 fue especialmente frío en toda Europa. En España, el mismo Napoleón pudo comprobarlo cuando convencer a sus tropas de atravesar el puerto de Guadarrama se convirtió en una gesta mayor que la del Puente de Arcole. El corso no quería perder tiempo en su persecución de los restos del ejército español y, sobre todo, del cuerpo inglés del general Moore. Este se hallaba en plena retirada desde Salamanca y buscando Coruña para su reembarque de vuelta a la pérfida Albión, consciente de la amenaza de destrucción total que pesaba sobre él tras el desmoronamiento español. El inglés debía combinar la mayor rapidez posible en la marcha con escaramuzas que pudieran retrasar a los franceses, y dar así tiempo a sus poco fiables aliados de reorganizarse para resistir y cubrir su retirada. El emperador de todos los franceses había entregado al Mariscal Soult las operaciones de la zona Norte de la Península y este trataba de reorganizar sus propias fuerzas, dispersas en diferentes operaciones, mientras avanzaba intentando cortar la retirada inglesa. Muy pocos años después, el orgulloso “rey Nicolás” acabaría huyendo de esos ingleses hasta el mismo corazón de Francia, pero en aquel momento eso era inimaginable.
El lugar es la villa leonesa de Sahagún, entre el río Cea y el Valderaduey, en aquel momento uno de los hitos más importantes del Camino de Santiago: de glorioso pasado y esplendoroso patrimonio, supera ampliamente los 2.000 habitantes y es el sitio escogido como avanzadilla por los dos regimientos de coraceros y dragones franceses que ocupan el lugar. Hacia allí se dirigen los húsares ingleses en una celérica marcha, solo retrasada por las ventiscas y por la nieve que cubre todo su camino desde Mayorga —son cuantiosas las caídas y resbalones, aunque milagrosamente apenas se pierden caballos y jinetes—. Su plan es atacar Sahagún por la noche y en un golpe de mano rápido rendir a toda la guarnición francesa del general Debelle. Las condiciones meteorológicas y algún retraso de sus propias fuerzas hacen que finalmente se aproximen al lugar cerca del alba del 21 de diciembre. Pero su llegada es revelada poco antes y los franceses se apresuran a salir de la ciudad para huir y tomar el Camino de Carrión de los Condes, donde se acantonaba un fuerte contingente francés. Finalmente, ingleses y parte de los franceses se acaban por encontrar frente a frente en las afueras de Sahagún, cerca de la carretera de Carrión. Los imperiales todavía no saben si se enfrentan con españoles o británicos, y esperan en formación a ver qué hacen los de enfrente, comenzando a disparar después desde su misma posición, sin moverse. Los cascos de bronce de los coraceros franceses, de estilo romano y con su característica crin, fascinan por unos segundos a los ingleses, ¡pero sin dar mucho tiempo a la contemplación un oficial inglés grita “Emsdorf and victory!”, replicado inmediatamente por 400 voces y cargan hacia delante, sable en mano, a través de un terreno de viñedos helados y cubiertos de nieve.
El choque es terrible para los paralizados franceses, que caen por decenas bajo los golpes de los húsares y tardan en reaccionar ante la agresividad de estos. Se entabla una lucha cuerpo a cuerpo y el campo acaba por transformarse en una formidable confusión en la que incluso los oscuros uniformes ingleses no se distinguen bien de los de los coraceros hannoverianos al servicio de los franceses. Pero estos acaban por huir en estampida, buscando unirse a sus compañeros ya camino de Carrión.
La cabeza me estalla y tengo una parte de mi cara ardiendo. Tardo unos segundos en ser consciente del tiempo y del espacio, mientras me palpo el rostro allí donde me duele y recuerdo el sablazo que me hizo caer del caballo y dar de cabeza en el suelo. Mi siguiente pensamiento es que estoy aterido de frío, tumbado en el suelo de piedra de un lugar que reconozco como una pequeña iglesia. A mi lado se arraciman los cuerpos de compañeros, tumbados o recostados aquí o allá, algunos como durmiendo y otros incluso hablando entre ellos en voz baja; los ayes de los dolientes acaban de componer una melodía lamentable para todo el cuadro. Girando la cabeza, veo que un par de ingleses armados se apostaban guardando la única entrada. Mientras me intento incorporar y apoyar en la pared, el hombre sentado justo a mi lado repara en mi despertar y me saluda a la vida con un pequeño golpe amistoso. Le reconozco entonces, es un miembro de mi compañía. Tirita y se abraza a sí mismo frotándose para darse calor, pero es capaz de dedicarme una sonrisa y explicarme que los ingleses han trasladado a todos los heridos y prisioneros a ese sitio, la Ermita de la Virgen del Puente, al lado del río Valderaduey.
—¡Suerte que me di cuenta de que estabas vivo al pasar a tu lado! Un compañero me ayudó a acarrearte hasta aquí.
Le dedico un merci bocoup y le pregunto si sabe qué harán con nosotros.
—No lo sé, compañero, pero no es mala señal que nos hayan traído hasta aquí. Aunque a lo mejor su plan es que muramos de frío entre estos muros…
Con un gesto de mi doliente y todavía embotada cabeza le doy la razón en ambas cosas, y me dedico desde entonces a tiritar también por mi parte, despojado como estoy de mi abrigo (como mi compañero). Alguien entonces dice en alto que nos peguemos todos unos a otros para darnos calor, y cada cual con sus dificultades se va moviendo hacia una de las esquinas, hasta conformar entre todos una masa humana compacta. Quienes no se pueden mover quedan en donde estaban y ninguno tenemos ánimo para preocuparnos de ellos. Los dos guardias, con buenas pellizas sobre sus hombros, se echan a reír mientras nos observan maniobrar.
—Vive l’Empereur! -nos grita uno de ellos con sorna.
Por mí le puede dar vivas a su puta madre y al cornudo de su padre, que seguro que serán tan feos como él. Estoy más pendiente de apretarme lo más que puedo con mis compañeros, e intento dejar de tocarme el costado de la cara en el que tengo el tajo. Se abre de repente la puerta y entra un grupo de ingleses. A la cabeza va un oficial, que en un francés bastante aceptable nos grita:
—¡Vamos, quiero todo lo que llevéis!
Los soldados que van con él se nos echan encima y comienzan a palparnos buscando cosas de valor. Llevamos piezas de oro y otras alhajas, fruto del abundante pillaje que hemos ido acumulando desde que entramos en España. Deposito todo lo que llevo en el suelo, pero ello no me libra del correspondiente registro por parte de un rubicundo anglais con un insoportable aliento a cebolla. Los camaradas protestan en alto por la manipulación bestial que le hacen hasta a los más graves, pero nadie hace amago de moverse. El oficial se afana ahora en buscar infructuosamente tesoros en la zona del altar; el pobre diablo llega demasiado tiempo después de que mis compañeros hayan pasado por allí. Acabo por quedarme dormido y me despierto súbitamente, no sé cuánto tiempo después, sobresaltado por los culatazos de los guardias ingleses que nos conminan a levantarnos y agruparnos en el exterior. Los que podemos andar, comenzamos a avanzar penosamente por entre la nieve, espoleados por una guardia de cuatro húsares británicos, dos al comienzo del grupo y dos en la retaguardia.
Marchaban en dirección al río Cea y paralelamente a la villa de Sahagún, a la que iban dejando atrás. Al llegar a las proximidades de la ribera pudieron ver un puente, hacia donde los dirigieron. Allí se encontraban abundantes fuerzas inglesas, calentándose junto a unos fuegos que habían sido capaces de encender justo en rededor del mismo puente. Otros prisioneros se amontonaban junto a un par de fogatas que “generosamente” sus captores les permitían disfrutar. A una señal de sus guardianes, quienes formaban la columna se apresuraron a abalanzarse sobre uno de los fuegos, a empellones con sus compañeros.
Los huesos se me empiezan al fin a calentar y soy capaz de echar una mirada a mi alrededor. El río se ve poderoso, crecido, con pedacitos de hielo ocasionales arrastrados por la corriente. El terreno por el que hemos venido estaba bastante desnudo hasta llegar a la misma vera del río, donde alrededor del puente y a ambos lados del camino que salía de él, está el pequeño bosquecillo al que nos trajeron. Aquí la nieve es más espesa y de cuando en cuando cae desde las ramas. Debajo de un grupo de árboles el enemigo acumula sus caballos, vigilados aparentemente por un par de húsares tapados con mantas, que no paran de caminar de un lado a otro, sin duda para no enfriarse más. Seguro que agradecen mucho esos altos gorros peludos que llevan.
—Te lo digo yo, más nos valdría que esos diablos no se hubieran acercado a la ciudad porque serán capaces de robarnos lo que nos dejaron los gabachos. Ni aliados ni nada, tanto me dan unos como otros y el rey que nos traiga cada cual. Encima estos ingleses son unos herejes y dotados de una arrogancia más grande que su pequeña isla. ¿Viste cómo nos miraban esos que vinieron hasta la Plaza Mayor? ¿Qué comida más quieren que les demos, después de haber tenido a estos otros revolviéndonos todas las despensas? Con lo que sí que nos acabaron fue con el vino. Y, mientras, todos estos idiotas festejando con ellos y apostando la honra de sus hijas. Te lo digo yo, niña, estos son tan malos como los otros, si no peores, mejor harás guardándote en casa en tanto no se marchen. Hazlo, aunque solo sea para no pillar una pulmonía con este tiempo que el Señor nos envía para castigarnos aún más, después de llenarlo todo de extranjeros. Si en esta villa leyera alguien más que yo, vuestro cura, sabríais que no fueron los franceses sino los mismos ingleses quienes nos prendieron fuego en los tiempos de la Guerra Civil entre el rey Enrique y el maldito Pedro el Cruel. Malhadado sea el Príncipe Negro y toda su chusma, a los que el Señor les dio justa cuenta haciéndoles cagar toda su negra alma afuera, mientras caminaban el resto de sus miserables vidas con los calzones por los tobillos. ¡Hala, hala, a casa! ¡Qué es eso de ir a buscar leña con la que está montada por aquí! Es verdad que ya ni se oyen ni se ven, pero pueden volver en cualquier momento. Quiera el Señor que se marchen definitivamente y que de paso se vayan con ellos los perros godoyistas, que son los peores de todos; sería el mejor regalo para celebrar la Natividad de Nuestro Señor.
No quise discutir con el pater y, esquivando el abrazo que me amagó, preferí darme la vuelta. Ya volvería en un rato sin necesidad de dar más explicaciones, al fin y al cabo la batalla había sido ayer, la fiesta para los ingleses inmediatamente después, y ya apenas no había rastro ni de unos ni de otros —algún inglés rezagado, que salía penosamente desde alguna esquina o alguna cuadra, desperezándose y sacudiéndose la resaca, para agruparse en una de las puertas de la villa para irse—. Con mis dieciséis años ya soy capaz de saber qué es lo que tengo que hacer, sin que me sermonee un sátiro en sotana, con la mano aún más suelta que la lengua. Y nos vendrían muy bien unas cuantas ramas más para el fuego, aunque haya que dejarlas secar un tiempo con tanta nieve como ha caído. Esperaré un poco para no volver a encontrarme con el páter, ni tampoco con alguno de esos isleños. Ya volvería por la tarde y dedicaría un rato a dar una vuelta fuera de la ciudad. Halé de la rienda de mi mula e hice que me siguiera de vuelta a casa.
Aquel loco se había tirado al río y no sería el capitán Gordon el que perdiera tiempo buscándolo. No estaba en sus planes pasar ni un día más allí, tras habérsele ordenado quedarse rezagado y pasar la noche en el mismo lugar, sin habérsele permitido ni participar de la fiesta de la victoria en Sahagún. Ya se ahogaría solo el francés (o se congelaría de frío). A una orden del capitán, la columna comenzó a moverse para atravesar el puente y emprender marcha hacia el Sur, para unirse con su fuerza principal. Había sido una hermosa victoria, pero también un fracaso estratégico al no capturar a toda la fuerza francesa. Aun así, se llevaban a unos cuantos prisioneros (que habían estado “cazando” todo el día anterior) y también a un coronel de coraceros; y a fe que con la marcha iban a entrar en calor enseguida, siguiendo el ritmo de los hombres a caballo.
No sé cómo consigo asirme a unas raíces y sacar fuerzas para alcanzar la orilla. Necesito respirar, tengo los pulmones encharcados, estoy agotado por el esfuerzo y además no paro de toser. Estoy empapado, prácticamente congelado, y no siento ninguna de las partes de mi cuerpo (tampoco mi herida de la cara, mira qué bien). No sé si mi procedencia pirenaica y mi resistencia natural al frío es lo que me mantiene vivo, pero lo que tengo claro es que no puedo permitirme parar más. Mi única oportunidad es no haberme alejado mucho de la zona desde la que salté al río. Allí quizá encuentre alguna hoguera que alguien no se haya tomado la molestia de apagar, y quizá algún resto de ropa seca abandonada y comida. A estas alturas, la columna tiene que estar ya fuera de la vista del lugar. Con un esfuerzo sobrehumano y entre toses, comienzo a caminar. No pasa mucho tiempo (creo) y ya diviso el puente. Consigo acelerar el paso, puede que lo consiga. Resbalo en la nieve, tropiezo, a punto estoy de dar conmigo en el río otra vez, pero consigo llegar. Sigo el rastro de humo y encuentro una fogata de la que quedan algunos rescoldos encendidos (suerte que no ha vuelto a nevar o llover). Tengo que mantenerlo vivo, busco y encuentro un montón de ramas apiladas a un lado y echo algunas para avivar el fuego. Estoy mejor desnudo que con estas ropas mojadas, me desvisto penosamente y me quedo en cueros. Tengo que acercarme lo más posible al fuego. Echando un vistazo, veo un bulto junto a un árbol a unos pocos metros de la fogata, tapado con una manta. En cuanto me caliento un poco, me acerco hasta allí. Debajo de la manta está el cuerpo de un compañero que, al parecer, no ha sobrevivido a la noche. Me llama la atención su cara de placidez ante la caricia de la muerte. Musito una disculpa para su espíritu por dejarle al descubierto y por mostrarle mis partes pudendas con tanto descaro, y me llevo la manta junto conmigo al lado del fuego. Al poco, dejo de tiritar, y toso y estornudo menos. Me sueno la nariz con un extremo de la manta y me hago un ovillo con ella al calor del fuego.
Cuando salí de la ciudad, dejando atrás el Arco del Monasterio de San Benito, no pude evitar fijarme en las estelas de humo que provenían de la zona del río, donde dicen que los ingleses instalaron un campamento. Me pudo la curiosidad de saber si habrían dejado algo de valor atrás y, antes de ponerme a recoger mis ramas, decidí acercarme a echar una ojeada. Aceleré un poco el paso porque ya no quedaba mucho para el ocaso, en estas fechas las tardes son cortas y no quería encontrarme fuera de la villa cuando se fuera la luz. El frío era lacerante, aun con la pelliza de piel de borrego de mi padre que me cubría casi entera. Llegué al lugar y me puse a hurgar entre los pocos restos que habían dejado.
—Madame, aidez-moi, j'ai froid et faim, aidez-moi.
Escuchando a alguien hablarme en francés me volví de repente, aterrada. Me encontré detrás de mí la sombra de un ser humano, con parte de la cara desfigurada y aferrando una manta alrededor de su cuerpo, temblando sin parar y alternando toses con estornudos. No parecía llevar nada debajo de ella, sus piernas estaban desnudas y sus pies descalzos se hundían en una masa informe de barro, hierba y nieve. Contuve mi primera reacción de salir corriendo del lugar.
—Faim, aidez-moi…
El sujeto continuaba hablándome mientras se las ingeniaba para sacar un brazo, desnudo también, sin dejar caer la manta; se llevaba repetidamente la mano a la boca en un gesto inconfundible de hambre, mientras seguía repitiendo frases, cada vez más cortas. Debería haber terminado con el sufrimiento de ese pobre diablo con la hachilla para cortar ramas que llevaba conmigo y luego haber salido corriendo para Sahagún. Tampoco sabía si habría alguno más de ellos por los alrededores, que pudiera ser atraído por la voz de su camarada. Pero me era imposible no apiadarme de alguien en esas condiciones, por mucho que evidentemente estuviera ya más muerto que vivo.
Solo llevaba encima un trozo de cebolla, que saqué de mi faltriquera y le ofrecí con mi brazo extendido. El hombre se acercó, lo cogió con sus manos temblorosas y se puso a comerlo con avidez —arreglándoselas para no dejar caer la manta—. Me quedé mirando para él hasta que terminó y, entonces, me volvió a mirar con ojos suplicantes. Tendría unos veinte años (aunque en su estado tampoco podría estar segura) y no provocaba precisamente la pulsión de pasarle ninguna cuenta por venirse a un país al que nadie le había llamado. Sentía que una buena cristiana no podía dejarle allí para que acabara de morir en soledad, pero tampoco podía aparecer de repente con un francés en mitad del pueblo y pregonarlo en la torre de la iglesia de San Lorenzo. Otra posibilidad era dar aviso, o incluso entregarlo a alguien (¿al cura de Santo Tirso?), pero sabía lo que ello significaría seguro para el soldado.
Al final me decidí sin pensarlo más. Era casi Nochebuena, yo una cristiana piadosa, y aquel despojo tiritante no inspiraba sino lástima. En mi cabeza no se trazaba más plan que llevarlo a nuestra cuadra, guarecerlo entre la paja y darle algo de comer de nuestras ya magras reservas. Me señalé con el dedo y dije en alto:
—María
Lo volví a repetir y le señalé a él.
—François-. Acertó a decir.
—Bien, Fransuá, vamos a esperar a que caiga el sol y te vas a subir a la mula, tapar con la manta y estar callado hasta que yo te lo diga. Y trata de no toser mucho…
Me miró con incomprensión, claro. Le señalé el cielo e hice un gesto intentando explicar que esperáramos, cerrando los ojos un par de veces. Después le señalé la mula, luego a él, e hice un ademán de taparle. Después le conminé con un gesto al silencio, colocando mi dedo verticalmente frente a mis labios fruncidos, mientras enunciaba un “ssssshhhh”. Fransuá asintió rápida y repetidamente con la cabeza, aunque supongo que no entendería prácticamente nada de lo que le dije. Me indicó entonces, con gestos, que quería vestirse y señaló con el dedo un poco más allá, donde vi que una hoguera seguía ardiendo débilmente. Asentí y él se dirigió, tambaleante, hasta allí. Mientras esperaba, me recosté en un chopo y volví a agarrar las cinchas de mi mula (suerte que durante todo este parlamento no se había movido de allí).
No sé cuánto le costaría ponerse su ropa y calzarse las botas (no quise mirar hacia allí), pero tardó un buen rato en volver a acercarse, entre toses y agarrado a su manta con la misma ansia que cuando estaba desnudo. El ocaso ya había comenzado y tampoco me apetecía caminar fuera de la ciudad con noche cerrada, así que le indiqué con gestos que subiera a la mula, mientras retiraba la felpa que cubría el lomo del animal. Cuando estuvo al lado, hice ademán de ayudarle a subir y me paró con una mano:
—Ca-cavalier…
Le dejé que subiera por sí, le empujé la espalda, de modo que fuera tumbado en lo posible, y tras indicarle un nuevo “ssshhhh”, le tapé con su manta y con la felpa, que le cubría más o menos completo. Con suerte, quien me cruzara pensaría que me había dado un buen destajo de trabajo con la madera…
No tardé mucho tiempo en pensar que mejor que no me encontrara con nadie, el francés no podía evitar toser y estornudar cada poco tiempo. Aceleré el paso, traspasé el Arco de San Benito y me encontré dentro de la villa. La noche era ya casi completamente cerrada, el frío insoportable (el viento laceraba los huesos aún más, como comprobé muy bien durante todo el tránsito por el terreno desnudo hasta la parte urbana). No se veía un alma por la calle. Después de unos pocos minutos, llegué a mi casa. Una débil luz salía de dentro, pero yo me dirigí directamente al pequeño establo adherido a la construcción de adobe y madera. Destapé al francés, que apenas consiguió elevar un poco el rostro y el cuerpo para mirarme con ojos rojizos y anegados. Le volví a hacer un gesto de silencio y le indiqué un hueco entre la paja, donde dejaban espacio la vaca y el buey, que ni se dignaron a despertar. El soldado bajó penosamente de la mula (ya no rechazó mi ayuda para hacerlo) y se aferró a mi brazo para llegar al lugar indicado. Se tiró sin más, se acurrucó entre toses, permitió que lo arropara con aquello que encontré y que después le cubriera de paja, dejando solo su cabeza fuera.
—Merci -dijo con dificultad.
Le toqué la frente. Ardía. Mediante los gestos que improvisé en ese momento, le quise decir que tratara de dormir, que yo haría lo mismo y que volvería más tarde. Si me entendió no lo sé, lo cierto es que cuando me fui ya dormitaba con respiración afectada y pareció que durante un momento las toses le remitían. Até la mula, cerré la puerta y me fui a casa.
Me ha pasado la tos, el calor me vuelve al cuerpo, me acurruco y me voy dejando llevar por la somnolencia que me atrapa. No recuerdo haber estado más a gusto nunca.
Mis padres, que me esperaban con cierta inquietud a la luz del fuego, no tardaron demasiado tiempo en sonsacarme dónde había estado, qué había hecho y quién era mi nueva amistad. Pese a mis súplicas, mi padre agarró un candil y un hacha y se dirigió directamente al establo, mientras yo le seguía; mi madre también, pero a cierta distancia, conmigo. Entramos en silencio y mi padre se dirigió directamente al lugar donde reposaba Fransuá, mientras nosotras dos nos quedábamos a pocos metros. Nada se escuchaba dentro, ningún sonido provenía del francés y mi progenitor se acercó justo al lado para observarle. Luego dejó el hacha a un lado y con el brazo libre lo movió un poco, nada pareció cambiar. Mi padre se echó a un lado, meneando la cabeza en nuestra dirección, elevó mejor el candil y pudimos ver completamente el cuadro.
Cerca de la medianoche del 22 de diciembre, dos días antes de la Nochebuena, François Lefort, natural del precioso pueblo pirenaico de Genós y miembro del Primer Regimiento de Coraceros Provisionales del Emperador, fallecía en un establo de una modesta casa facundina. Lo hizo en silencio y paz, arropado por la paja que le cubría casi el cuerpo entero y acompañado por los escasos animales que compartían el establo, entre los que se encontraban una mula y un buey.
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Iban García del Blanco es eurodiputado socialista.