La imagen de la pantalla queda congelada en una hora exacta: 01:23:45. Es un documental que están pasando en un video que se encuentra justo encima del chófer, pero en este pequeño bus que zigzaguea esquivando baches en una ruta del norte de Ucrania, la central nuclear de Chernóbil acaba de explotar otra vez. Cada minibús con turistas vuelve a contar la historia y a mostrar el hongo atómico de nuevo, con la hora precisa. Esta semana, Chernóbil lleva explotando 60 veces por día.
El bus salió de Kíev hace una hora y media. Lleva a dos chicas ucranianas, un joven de Kazajistán, una chica polaca, una señora colombiana y su marido alemán, un muchacho californiano, otro belga, una pareja de chinos, un señor francés, una pareja de canadienses y un periodista argentino, el enviado de Clarín. Sólo uno entre todos ellos pagó 450 grivnas extras (la moneda local, unos 15 euros) por un traje de plástico blanco para ponerse sobre la ropa y protegerse mejor de la radiación. Dos más eligieron opcionalmente un pequeño aparato amarillo, algo más pequeño que un móvil, que mide exactamente cuánta radiactividad hay por donde uno camina. Ese aparatito emite un pitido agudo que con el paso de las horas se volverá molesto.
¿Es que aún es peligroso visitar Chernóbil después de 33 años de la explosión del Reactor Cuatro de la central nuclear de lo que entonces era la Unión Soviética? Fue el accidente atómico más grande en la historia de la humanidad, y en aquel momento se valoró que las consecuencias devastadoras permanecerían por… 20.000 años.
El guía nos dice que estaremos expuestos a una radiación no mayor a la que nos produciría sacarnos un par de radiografías, pero que en algunos sitios esa intensidad podría triplicarse. Luego veremos que es efectivamente así. El secreto será “el tiempo de exposición”. Pocos minutos, a veces menos de cinco, harán que ese peligro potencial se vuelva inocuo.
Igual las dudas viajan con nosotros durante el camino de ida, pero ver a los jóvenes guías ucranianos (ninguno de ellos había nacido cuando ocurrió la explosión en 1986) ir de aquí para allá durante casi 12 horas, simpáticos y despreocupados, hace pensar que quizá tengan razón, y que dar vueltas por los pueblos fantasma alrededor del Reactor Cuatro sea como moverse entre una radiografía de tórax y una de tibia y peroné.
No hay que saber física nuclear, después de todo, para venir a darse una vuelta por este rincón desolado del mundo que, un día, fue el epicentro del drama de la humanidad.
Los guías nos dan una ayuda extra: un pequeño dispositivo que nos cuelgan del cuello antes de salir y que funciona como una especie de imán que absorbe la radiactividad superior a la normal. Algo así como un diminuto pararrayos portátil que nos salvará de contaminarnos si caminamos, por ejemplo, demasiado cerca de objetos metálicos.
La Central Nuclear de Chernóbil, o lo que queda de ella, está en Ucrania, a 110 kilómetros de la capital Kíev -una ciudad activa donde las avenidas se cruzan bajo tierra y una moderna red de metro lleva a todos lados por un cospel de plástico celeste- y a menos de 20 kilómetros de la frontera norte con Bielorrusia.
Se viaja por una autopista que sale de Kíev y que enseguida se transforma en ruta de ida y vuelta contrasentido, luego en camino rural sin arcén, y finalmente en senda mal marcada y con el pavimento lleno de agujeros. A los lados asoman primero horribles edificios -tipo elefante blanco- que sobreviven a la época soviética, luego pequeñas granjas y finalmente bosques tupidos. Cada tanto aparecen carteles que alertan sobre la presencia de osos y jabalíes.
La primera parada es ante una caseta con barrera que parece el cruce fronterizo de una película de los 70. Lo es. Aunque del otro lado seguiremos dentro de Ucrania, habremos pasado un límite: los 30 kilómetros de la zona de exclusión, donde no se permite ningún tipo de tareas salvo para los guardias, un puñado de pobladores golondrina, los trabajadores que miden diariamente la radiactividad de la planta, y los turistas que llegan en autobuses, como el nuestro, autorizados por el gobierno, a razón de 60 por día. De media, 1.000 turistas diarios, un 40% más desde que HBO lanzó su serie sobre el tema con una audiencia global récord, superior aún a la de la titánica Game of Thrones.
En el control hay guardias armados que piden los pasaportes y cotejan los permisos especiales e individuales que cada uno debió gestionar previamente con la compañía de turismo que lo lleva al lugar. Un pase para ir y regresar a Chernóbil cuesta unos 140 euros de media, incluyendo el almuerzo. La excursión dura once horas y media: se sale a las ocho de la mañana y se regresa a las siete y media de la tarde.
En Chernóbil hay un par de hoteles para pasar una noche con baño compartido, pero la estadía no puede prolongarse demasiado, y los guardias están para controlar que todo el que entra salga.
*Infografía de Clarín
Un jeep militar con dos guardias se acerca al periodista argentino que había tomado una foto, desde lejos, de la primera caseta fronteriza. Uno de los vigilantes pide ver la foto mientras le dice que hay que borrarla. El otro sólo grita: “ No photo, no photo!”, y acelera. El periodista ve que el jeep se aleja y guarda su móvil. Trata de entender qué podría estar mal en esa foto tomada a 30 metros de una barrera con par de guardias sin rostro parando minibús. No lo entiende. No la borra.
El pequeño bus sigue viaje y uno comprende enseguida que está en una zona de exclusión. Lo único que nuestro bus cruza es un vehículo militar. Y nada más. Ni siquiera otros buses turísticos. Así durante un rato, hasta la parada que marca que la zona de exclusión, ahora, es de sólo diez kilómetros. Lo que significa que estamos a esa distancia del reactor que explotó.
Muy cerca de este puesto está la población de Chernóbil y, más allá todavía, Prípiat. El segundo control vuelve a verificar y anotar pasaportes. El ómnibus ya avanza por caminos entre bosques espesos de un solo sentido. Si alguien viniese de frente no habría lugar para dos vehículos, ni apartándose en un lado donde arrecia la espesura.
No viene nadie. Allí está el tercer control.
Prípiat, nos dicen que dice un cartel en alfabeto cirílico. A poco de estar allí, veremos que si la muerte eligió su casa en la Tierra, ese sitio es éste.
Prípiat era una ciudad jardín modelo con apartamentos y modernos edificios públicos que regulaban la vida social de los trabajadores de la planta nuclear y sus familias. Había allí escuela, hospital, comisaría, oficinas, un polideportivo con canchas de baloncesto, un estadio, un parque de atracciones a punto de ser inaugurado, y una piscina olímpica cubierta donde competían los chicos de la zona, que luego buscaban clasificarse para viajar a Moscú y soñar con la élite de los deportistas soviéticos.
Era un pequeño paraíso entre el verde del bosque, con senderos que conectaban los edificios entre fuentes y rotondas peatonales tapizadas de flores multicolores en verano, y de pequeños pinos nevados en invierno.
Ahora es un pueblo fantasma, chamuscado, ojeroso, semiescondido entre la vegetación que lo va devorando poco a poco. A mordiscones.
La central de Chernóbil explotó en la madrugada del 26 de abril de 1986, y a las dos de la tarde del 27 Prípiat -a solo dos kilómetros del complejo atómico- fue evacuada “preventivamente, durante tres días”. Ninguno de sus 50.000 habitantes volvió nunca a vivir allí.
Por eso, todavía hay las mangueras de los bomberos aún enrolladas junto a la escalera que llega a la entrada de un edificio público. O los cuadernos a medio escribir tirados en el suelo de la escuela. O el quirófano destartalado del hospital. O las cunitas de la nursery donde había recién nacidos que luego sufrieron enfermedades por la lluvia radiactiva que siguió al desastre inicial. En esas trece cunitas nació la muerte.
A muchos de esos chicos les recomendaron tratarse médicamente fuera de la Unión Soviética. Fueron atendidos en Cuba.
Aquí abajo, en el subsuelo de este mismo hospital fantasma, están aún los trajes de los 29 bomberos que llegaron primero al reactor para apagar las llamas con agua, pensaron que se trataba de un incendio común. La mayoría de ellos murió devorados por la toxicidad de lo que en ese instante era el sitio más peligroso del planeta. Esos trajes emanan aún altísimos niveles de radiación.
Prípiat es una ciudad bombardeada por una tormenta de átomos descontrolados que la quemó, aún cuando no se prendió fuego. Los pasillos de los edificios son una colección de escombros y oscuridad, donde se mete la espesura del bosque filtrando los rayos de luz de un día diáfano con 30 grados. Es un calor intenso y muy húmedo. Tiene más de selva misionera que de estepa rusa.
Lo sufre el grupo que cumple a rajatabla la consigna de ir vestido sin sandalias, ni shorts ,ni bermudas ,ni camisetas de manga corta. Cuanto más tapados, mejor. Pero el calor arrecia. Y es cada vez más difícil caminar alejado de los objetos metálicos. El suelo está tapizado de miles de pequeños trozos de chapa o acero que parecen papelitos de fumar oxidados, sólo que algunos pesan casi medio kilo. Llovieron desde la garganta del volcán atómico y allí se quedaron hasta hoy.
La recomendación es lavar la ropa a la vuelta, pero sobre todo las zapatillas. Hay que poner las suelas bajo el grifo. Lo haremos.
El día tan espléndido no anima ni alivia el nudo que crece en la garganta. El ambiente general es primero de curiosidad, seguido de melancolía, y luego muta hacia una tristeza profunda. Sucede en el punto exacto en que uno entiende que no está en un museo, ni en un set de filmación, sino en el corazón de la tragedia desnuda. Allí hay zapatos. Más lejos, una muñeca de plástico. Más cerca, una chaqueta. Más a mano todavía, un carrito de supermercado abandonado por alguien cuando tuvo que huir. Aquí mismo, al alcance de la mano, una cuchara dentro de un plato. Sólo falta la sopa y el ¿hombre, mujer, niño, adolescente? que la comía cuando todo terminó.
Si no fuera por el avance implacable de la bella y caníbal espesura del bosque, o por el polvo de los años, o por las telarañas de los rincones fantasmagóricos que abundan -los huecos de ascensor dan al vacío y son una trampa mortal en la penumbra-, cualquiera creería que Chernóbil explotó hace dos días. Entonces, el horror quedó congelado , y aún se siente. Todas las cosas están aquí. Sólo cosas, pero nada más.
¿Y cómo es que los turistas no roban los cuadernos escritos, la cuchara, el plato, la muñeca o los mil y un objetos esparcidos por todos lados -como esas sandalias de niña en la guardería- que dimensionan el tamaño de la tragedia humana?
“Es que todo está contaminado. Aquí cada clavo es radiactivo, y ¿quién querría llevarse la contaminación de Chernóbil a su casa?”, explica Zhenya (lo pronunciaremos yeniá), uno de los guías. Los férreos controles fronterizos, que habrá que volver a pasar a la salida, parecen otro motivo para la persuasión.
El parque de atracciones es el símbolo del desastre para los fotógrafos internacionales que llegan a Prípiat. Es habitual que la primera imagen que aparezca acerca de Chernóbil hoy, sea un juego de Vuelta al Mundo con canastas de metal amarillo expuestas a la corrosión pero no al olvido. En sus sillitas, de apariencia inofensiva, es justo donde la radiación se triplica. Allí está. Es la cohesión del segundo exacto entre la diversión y la tragedia. Ese instante frágil y feroz que casi nunca vemos venir entre la vida y la muerte.
En los bosques y en los esqueletos de los edificios devastados se ven hormigas, escarabajos, mosquitos, mariposas, pájaros y perros. Otros visitantes -no fue nuestro caso- dijeron haber visto caballos. En el lago de Prípiat hay peces y los camalotes regalan bellas flores amarillas. La vida se abre paso en Chernóbil, pero no todo es lo que parece.
Los perros son vagabundos y está prohibido tocarlos. La mayoría están contaminados (a veces duermen sobre aquellos miles de metales esparcidos por el suelo) pero han desarrollado una especie de inmunidad que quizá puedan hacerlos portadores de la radiación aunque no necesariamente víctimas.
Parte el alma, eso sí, ver con el entusiasmo con que se acercan a los pequeños grupos de humanos que caminan por la zona. Como conocen la rutina a la perfección, incluso salen trotando delante de los guías por los senderos que llevan a los lugares clave. Ahí van y vienen, o se echan a la sombra esperando una caricia que sólo les dan con la mirada.
¿Y qué comen? Algunos turistas les dan galletas o buscan entre la basura o siguen a los guías hasta que alguno se apiada de ellos. Los perros de Chernóbil se pueden alimentar, pero no se acarician.
¿Y qué comen los turistas? Al salir de Prípiat, hay un comedor industrial donde almuerzan los trabajadores de la planta. Allí sirven una sopa de papas con verduras verdes y pollo frito con fideos tirabuzones blancos. Para entrar al lugar, hay que pasar por un lavapiés y mojar la suela del calzado, luego atravesar un detector de radiación en el que se apoyan los pies y las manos sobre unas marcas. El detector -un arco metálico individual, como el de los aeropuertos- tiene cuatro luces. Sólo se puede pasar si se enciende hasta la segunda. Ya con la tercera luz, se hará un control más exhaustivo de la persona que podría hasta terminar con su inmediata expulsión de la zona de exclusión.
El enorme Reactor Cuatro sigue en su sitio, pero ahora no parece el volcán del horror escupiendo huracanes de átomos hacia toda Europa sino un manso cobertizo de pueblo. Es un sarcófago de acero que se puso en 2017, costó 2.000 millones de dólares y mantendrá al reactor aislado durante 100 años. El origen del desastre está encriptado. Sus consecuencias quizás no.
La Unión Soviética informó, en 1987, que por la tragedia de Chernóbil hubo oficialmente 31 muertos. La ONU cree que rondan los 10.000. En el pueblo aún hay una estatua de Lenin y algo más de 2.000 habitantes que se quedan para trabajar paran el turismo o en la Central desactivada, pero que entran y salen de la zona de exclusión por períodos breves y regulares. Una semana “dentro” del límite que marcan las barreras; otra afuera. Y así.
Aunque han pasado 33 años, Chernóbil nunca ha vuelto a ser una ciudad común. No está permitido que nadie viva allí sin descansos. Las embarazadas no pueden trabajar dentro de la zona de exclusión y tampoco hay chicos. Ni de visita: todos los turistas que ingresen deben ser mayores de 18 años.
En la plaza principal de Chernóbil hay una escultura de hierro que representa a un ángel tocando una trompeta, en frente a una hilera de carteles delgados sobrios, con un nombre cada uno. Son los 162 pueblos afectados directamente por la radiación, que comenzó cuando los burócratas, que dirigían entonces la central nuclear ,trataron de hacer una prueba de seguridad y, para conservar el reactor, lo detonaron.
El botón que debía salvar del desastre fue el que lo provocó. Se llamaba AZ5 y aún es motivo de cierto sarcasmo entre los taxistas de Kiev, cuando alguien quiere arreglar algo y lo empeora, le dicen que tocó el AZ5.
El humor puede curar, también aquí.
A la salida, después de la última barrera, uno de aquellos guardias enojados por la foto del inicio, revisa el bus con un detector de radiación, mientras cada uno de los pasajeros -incluidos el chófer y el guía- pasan la prueba de un aparato idéntico al del comedor. Se encienden las luces adecuadas y todos podemos salir tranquilamente.
Antes del camino rural que luego será ruta, y después autopista hasta el luminoso centro de Kíev, espera una tienda de recuerdos con camisetas a 180 grivnas (6 euros) y tazas para el desayuno a 120 (4 euros). También venden encendedores que se activan con una luz interior, como si estuviesen radiactivos. Más humor en la casa de la muerte que será imposible de olvidar para quien la visite.
Además de una serie, la tragedia también tiene souvenirs.