Juan Gabriel Hernández Matamoros ha visto con sus ojos grises pasar más de la mitad de la vida independiente de Costa Rica. Sentado con elegancia, en su casa en Los Lagos de Heredia, este hombre de casi 108 años guarda intactos recuerdos de un país que ha visto cambiar con los años.
Sus amenos relatos nos permiten conocer cómo era esta patria en las primeras décadas del siglo pasado, cuando apenas cumplía 100 años de haberse separado de la Corona española.
A inicios del siglo pasado, no había carreteras, recuerda, solo caminos de tierra que se llenaban de polvo en verano y de lodo en invierno. El transporte por excelencia eran las carretas y las bestias, como popularmente se les decía a los caballos, que transitaban por aquellas rústicas trochas con alforjas cargadas con mercancías y alimentos.
En esas bolsas de cuero o mecate, don Juan llevaba su almuerzo cuando le tocaba recorrer largos trayectos de Naranjo a Alajuela. Hoy, ese viaje puede tardar unos 40 minutos en vehículo, pero en su juventud se duraba hasta un día completo.
“No había carros, había que andar a caballo, porque no había otra forma de andar. Íbamos de Naranjo a Alajuela por caminos en que las bestias se iban hasta el pecho en los huecos; no había otra cosa; eran caballos muy buenos y mansos”, narra.
Don Juan nació en octubre de 1913, en el corazón del cantón de Naranjo. Ahí residió gran parte de su vida y conoció a su esposa, a quien recuerda con mucho cariño y con quien engendró una larga descendencia que le ha permitido conocer tataranietos.
Ya de treinteañero, vivió la guerra civil de 1948, en la que incluso fue apresado por los figueristas, y también vio emerger la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), cuyo nombre entona con felicidad. “¡Seguro social, pura Vida!”, menciona entusiasmado, al tiempo que levanta sus dedos pulgares.
Cuando tenía alrededor de 18 años, don Juan Gabriel iba junto con otros naranjeños a dejar café a la estación de ferrocarril en Alajuela, donde el grano era enviado a Limón para ser exportado. De camino, pasaba a un sesteo en Grecia, utilizado como sitio de descanso; ahí comía y le daba de beber agua a los caballos y bueyes.
De regreso a su pueblo, traía en la carreta barriles con cemento importado de Alemania, que recogía en el ferrocarril. El material estaba destinado a la construcción de la iglesia de Naranjo, pues los sismos de la época destruyeron la anterior ermita.
Aunque han pasado alrededor de 90 años desde que realizaba esas travesías, don Juan recuerda perfectamente cómo lucían aquellos estañones; eran de madera y venían forrados en láminas de zinc.
La falta de carreteras no era impedimento para salir a pasear, como lo hizo cuando visitó el volcán Poás en su amado “caballito”, obsequiado por sus padres a la edad de 16 años y con el que fue fotografiado en su aventura por los empinados caminos.
“Para ir al volcán Poás, había que ir en caballo de Naranjo a Grecia, de Grecia a cierta parte; luego, había un potrero; después de ese potrero, había que subir por una montaña para lo cual se fueron poniendo palos en el camino, para que el caballo fuera caminando”, recuerda.
Con los bueyes también conoció Puntarenas, donde el camino se perdía en la arena y era necesario avanzar por la orilla del mar hasta el corazón del pueblo; cuenta que no había muelle y los barcos tenían que atracar mar adentro.
“Puntarenas, cuando se formó, era cerca de Piñuela, eran unas matas y aquella cantidad de cangrejos; tenían nidos ahí, huecos, era muy pobre”, cuenta.
De San José, recuerda al desaparecido tranvía y al viejo aeropuerto de La Sabana, al cual describe como un potrero donde llegaban aviones generalmente de los Estados Unidos.
Al Mercado Central llegaban boyeros de todos lados a dejar mercancías; estaba lleno de tiendas y vendían hermosos y coloridos pañuelos que se usaban para engalanar la vestimenta. “A San José era bonito ir porque había tanto que comprar, había pasillos, y aquello lleno de puras tiendas guindando ropa y todo”, comenta.
Una de las mayores carencias que tenía la Costa Rica de antaño era el acceso a los servicios, en especial el de salud. Si alguien enfermaba por ahí de 1920 no había mucho que hacer, en especial si la persona vivía lejos de la capital, único lugar donde había hospital. En Naranjo, ni siquiera había botica, como se le decía a la farmacia.
Cuenta don Juan que en su pueblo solo estaba la oficina de un doctor, llamado Abram Rodríguez, a quien recuerda como “un señor doctor” muy querido por los vecinos, encargado de ver a los enfermos y remitirlos a donde el curandero. Este último personaje era el encargado de hacer remedios con unas aguas extrañas que guardaba. “Esa era la medicina, no había medicina buena”, explica.
Durante la presidencia del doctor Rafael Ángel Calderón Guardia se creó la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), a la cual don Juan describe como una de las obras más grandes de este país, a pesar de que nunca recibió una pensión.
La medicina no era el único servicio que escaseaba en Naranjo a inicios del siglo pasado. Tampoco había electricidad; los lugareños usaban candelas y cajas de fósforos hasta que colocaron un dínamo permitió que finalmente llevar la electricidad. Ese generador era movido por la corriente de una quebrada cercana, pero no era eficiente.
Ante la falta de electricidad, la olla de carne con verduras de la huerta de la casa se preparaba con leña, fogones y tinamastes. “La cocina era de tierra, el fogón era con cuatro patas y después tinamastes, así se llamaba la cocina donde metían la leña para cocinar.
“En ese tiempo, había que comer solo verduras, ayote, chayote, tacacos, de todo. Olla de carne, eso era lo que existía en esos tiempos. A la casa que usted llegaba decían: ‘Vamos a almorzar olla de carne’. Muy rica, muy buena”, describe este jovial centenario.
Don Juan Gabriel afirma que las casas no eran muy sólidas a inicios del siglo pasado. La suya, por ejemplo, tenía un techo sostenido con cañas de bambú, cuyas tejas solían caerse al suelo cuando temblaba.
Los pisos eran de tierra y los muebles eran sencillos, según los describe; eran como canoas y allí llegaban sus tías y se reunían.
En esos años existía una estrecha relación entre la ropa y la comida. Las personas solían comprar sacos de harina y con esa bolsa confeccionaban camisas y ropa. El calzado tampoco eran muy elaborado, pues la usanza era elaborar suelas y pegarles tiras, algo similar a las sandalias, mientras que los zapatos cerrados se hacían clavados.
Otras personas andaban descalzas. Dice don Juan Gabriel que esto era un problema cuando jugaban partidos en los potreros de Naranjo, pues las uñas de los jugadores descalzos podían romper las espinillas de los contrincantes.
Don Juan Gabriel ingresó a la escuela a los siete años, pero solo cursó hasta el tercer año de la primaria, pues sus padres lo sacaron para que les ayudara con la finca.
En esa escuela les enseñaban agricultura, uno de los fuertes económicos de Costa Rica en la época. Además, si un chiquillo se portaba mal o cometía una travesura, debía ponerse de rodillas sobre granos de maíz.
Este naranjeño describe a su escuela como una casona con una puerta, donde iba a recibir clases del único maestro que había. Muchos años después, don Juan volvió a la escuela, esta vez apresado, pues se negaba a combatir en la guerra civil de 1948. En aquel entonces, dice, la escuela de Naranjo fue convertida en cuartel por los figueristas.
En ese imprevisto cuartel, pasó alrededor de dos semanas. Sus hijos recuerdan que lo veían por los portones de la escuela, pero no podían hablarle.
“Nosotros no fuimos a la guerra, francamente nos escondíamos, para que no nos llevaran, llegaban varios y lo llevaban a uno a pelear. A mi casa llegaron varios, como cuatro a llevarme; yo me opuse y uno de ellos me dio un culatazo por la cabeza”, dice mientras suelta una carcajada..
Hace 48 años, don Juan vive en los Lagos de Heredia, donde todos los días lee su periódico y ve los partidos del equipo de sus amores, Saprissa, del que admira al jugador Mariano Néstor Torres.