Era como un “arca gay de Noé”, un tugurio regentado por la mafia, un refugio nocturno donde a finales de los años 60 los gays de Nueva York podían ser ellos mismos, liberarse y bailar como en muy pocos lugares de la ciudad.
Era el Stonewall Inn, un bar situado en los números 51 y 53 de la calle Christoper, en el barrio de Greenwich Village.
Su fama se remonta a la noche del 28 de junio de 1969, cuando una redada de la Policía desembocó en unos enfrentamientos entre agentes y clientes, que dijeron basta.
“Lo cambió todo. Los gays tenían orgullo, pero no era un orgullo de ser gay, era un orgullo de ser ellos mismos, era un orgullo individual”. Después del Stonewall “se convirtió en orgullo colectivo”, cuenta Martin Boyce, uno de los habituales del bar que participó en aquellos disturbios.
Los altercados no fueron los primeros ni serían los últimos, pero fueron el catalizador del todavía tímido movimiento por los derechos civiles de la comunidad LGTBI en este país que, un año después, convocó la que acabaría siendo la primera Marcha del Orgullo Gay para conmemorar aquella rebelión y condenar la brutalidad policial.
“El Stonewall convirtió un movimiento pequeño y localizado en un gran movimiento nacional que se expandió por todo el mundo”, explica Eric Marcus, escritor del libro “Making History: The Struggle for Gay and Lesbian Equal Rights 1945-1990” («Haciendo historia: La lucha por la equidad de derechos para gais y lesbianas 1945-1990»).
El local actual, reabierto en 2007, es un recuerdo de aquel símbolo de la explosión del movimiento LGTBI. Sus actuales dueños Kurt Kelly y Stacy Lentz lo describen como “una iglesia gay”, como “un circo con mucha diversión” con el que quieren “recuperar la maltratada historia” del antiguo local.
Para Boyce, el Stonewall es algo más que un lugar para el recuerdo: “Es un verbo, una palabra de acción”.
“Antes del Stonewall, era muy arriesgado salir del armario. En los años 50 y 60 podías perder tu trabajo, a tu familia, incluso tu casa”, cuenta Marcus desde el salón de su casa, en el barrio de Chelsea.
“Nueva York era completamente diferente. Era como una película de cine negro, una ciudad oscura, no tan brillante como ahora, y en la que todas las leyes estaban dirigidas contra la gente homosexual”, recuerda Boyce.
La homosexualidad fue considerada en este país una enfermedad mental hasta 1973 y, en Nueva York, los tratamientos con descargas eléctricas no fueron abolidos de manera oficial hasta ese mismo año.
Las relaciones gay, las muestras públicas de afecto y vestirse con ropa de sexo opuesto estaban prohibidas.
“El bar era un tugurio, feo, sin agua corriente detrás de la barra. Si conocías el bar y tenías una botella de cerveza o una lata, las limpiabas porque podías pillar hepatitis por las bebidas. No era mucho, pero estábamos contentos”, cuenta Boyce, que en aquellos días acudía al bar vestido de “drag queen aterradora”.
Casi todos los bares similares estaban cerca de los puertos, en calles solitarias y peligrosas, pero el Stonewall estaba en mitad del vibrante Greenwich Village y tenía una pista para bailar, algo que también tenían prohibido los gays.
“Todo el mundo iba al Stonewall por lo inusual que era un sitio con música y en el que se pudiera bailar”. Boyce recuerda especialmente a las drag queens negras que controlaban la máquina de música, supervisaban las canciones y mantenían la pista viva. “Si pinchabas algo que no les gustaba nunca volvías a acercarte al tocadiscos”, dice.
Como no estaba permitido servir alcohol a gente de “conducta desordenada” -definición que las autoridades empleaban para referirse a los gays que arrestaban-, la mafia se fue haciendo con el control de estos lugares. “Siempre nos manteníamos alejados de la gente de la mafia que veíamos en el bar, aunque su presencia no era muy evidente”, cuenta con nostalgia Boyce, que entonces tenía 20 años.
El Stonewall abrió sus puertas en 1967 como un negocio “privado”, denominación bajo la que se conocían los locales frecuentados por la comunidad gay. Entre 1934 y 1964 fue un bar restaurante con el mismo nombre, pero cerró tras un incendio que destrozó su interior. Los nuevos dueños se limitaron a pintar de negro las paredes y las ventanas antes de reabrirlo para los gays de Nueva York.
Entre sus clientes, había desde ejecutivos con traje, que solían estar junto a la entrada, hasta las drag queens, pasando por los “chicos de la calle” como Boyce, jóvenes adolescentes, muchos de los cuales habían sido repudiados por sus familias y que habían hecho de la calle y de la noche su vida en la ciudad.
“Había diferentes tipos de gente gay (…) Era como el arca gay de Noé, había un poco de toda clase de personas. Si hubiera habido una inundación, los gays se habrían salvado”, resume Boyce.
Dada la situación, con disturbios en otros locales, asesinatos de personas LGTBI y un contexto de movimientos sociales en defensa de los colectivos desfavorecidos, lo ocurrido el 28 de junio de 1969 en el Stonewall no fue una sorpresa. “Simplemente fue la noche en la que se encendió la mecha”, relata Marcus.
Boyce no estaba allí cuando irrumpió la Policía, pero sí que llegó, junto a un amigo, cuando empezaron a evacuar a la clientela. “Fuimos a mirar. Pude ver a las ‘drag queens’ saliendo del bar y saludando con la mano. Después siempre salía la gente que se sentía avergonzada, la que había sido pillada de improviso y temía quedar expuesta”.
Todo iba como en ocasiones anteriores en otros tantos garitos de la ciudad. Pero, entonces, cuando un policía estaba empujando a alguien hacia el interior del furgón, “un zapato con tacones apareció y le respondió con una patada”.
Tras un momento de indecisión, el agente entró y, desde fuera, los testigos escucharon el ruido de “carne y huesos golpeando contra el metal” del interior del vehículo. “Ya habéis visto el espectáculo, ahora fuera de aquí”, dijo el Policía, confiando en que se marcharían, como siempre ocurría. Pero esta vez no fue así.
“Por alguna razón que ni siquiera ahora puedo explicar, empezamos a dar pasos hacia él. No sé qué pinta teníamos porque ninguno de nosotros se giró para ver las caras de los demás. El policía agarró su porra e iba a hablar de nuevo, pero no lo hizo. Vio algo en nosotros que le asustó. Pestañeó, tragó saliva y se dirigió hacia dentro del bar”, relata.
Algunos activistas recuerdan a la “drag queen” Stormé DeLarverie como la primera en resistirse, pero, según Boyle, los disturbios ocurrieron en diferentes puntos al mismo tiempo y en un espacio reducido, “porque había habido suficiente provocación por parte de la policía para que todo comenzara”.
Cuando los policías corrieron hacia el interior del Stonewall, la situación se descontroló: “Todos nos volvimos locos. Primero les lanzamos peniques, que eran de cobre (copper) y era también el nombre de pila de la Policía (“coppers”), y después empezamos a lanzar cosas más serias hasta que nuestros bolsillos se quedaron vacíos”.
Cientos de personas se unieron a la protesta y aparecieron las fuerzas antidisturbios. “Nada es más ruidoso en unos disturbios que el silencio, y toda la calle se quedó en silencio. Solo se escuchó una marcha, un fuerte ruido de tropas. Toda la gente que había se abrió y ahí estaban”, cuenta Boyle, como si reviviera aquella noche y no la hubiera narrado en los últimos años.
Fue entonces -prosigue- cuando tuvo lugar uno de los momentos más memorables: Cuando llegaron los refuerzos, los manifestantes se agarraron unos a otros formando una fila y, ante la mirada atónita de los agentes, comenzaron a bailar levantando la piernas mientras cantaban la canción “We are the Village’s girls” (Nosotras somos las chicas del Greenwich Village)”.
Antes de terminar la canción, se produjo la temida carga policial en la que Boyce recibió un golpe en la espalda del que no fue consciente hasta la mañana siguiente. Los altercados continuaron y no llegaron a su fin hasta que “comenzó la luz del día”.
“Hubo bajas, pero muchas de las bajas”, dice riendo. “Desafortunadamente fueron de fuego amigo, porque no nos habían enseñado a jugar al béisbol o cosas como esas, así que cuando lanzábamos un ladrillo solíamos golpear a otro gay”.
En aquella época estaban en pie de guerra los pacifistas, los negros, las feministas, pero el colectivo LGTBI nunca pensó sí mismo como tal. “No teníamos un libro o un credo o algo así, y éramos tan diversos que ni siquiera estábamos unidos, así que no había ninguna manera de encontrar un camino para salir de esa situación”.
Según Boyce, “si no hubiera sido por los organizadores que aparecieron después del Stonewall, que planearon la primera marcha (del orgullo gay en conmemoración de las revueltas) y que formaron algunas de las organizaciones militantes, muy probablemente el Stonewall hubiera desaparecido de la historia”.
Se refiere a la primera marcha, la que catapultó lo ocurrido en este bar y mantuvo para siempre encendida la llama del movimiento por los derechos de los LGTBI. “Esa protesta de 1970 en Central Park fue la mayor concentración de gays en toda la historia”, rememora Marcus.
Kurt Kelly y Stacy Lentz, dos de los dueños del actual Stonewall, que ocupa parte del espacio del viejo antro gay, aseguran que quieren preservar y mantener su espíritu y la lucha del movimiento LGTBI.
“Queríamos recuperar la historia, que fuera tratado y respetado como debía, porque no lo estaba siendo”, cuenta Kurt, sentado en la barra del bar del piso superior, un añadido al espacio original. Desde que reabrió bajo su gestión, en 2007, el objetivo es mantenerlo “en primera línea de la lucha por los derechos del movimiento gay”, añade Lentz, activista lesbiana que se ocupó de que en el nuevo bar tuvieran cabida las mujeres.
“El Stonewall no era un lugar al que iban las mujeres, ni siquiera en los 90, cuando reabrió como un bar gay. Pero, afortunadamente, nosotros como grupo hemos trabajado para dejar que las lesbianas entren aquí y darles un lugar”, cuenta la activista, que asegura que en Nueva York hay 55 bares que se definen como locales gays para hombres, dos “como una especie de mezcla” y otro como “puramente de lesbianas”.
“Somos un movimiento. Cuando nos hicimos cargo, nuestro objetivo era hacer de esto una iglesia gay, donde todo el mundo pudiera venir y regocijarse y donde todo el mundo pudiera lamentarse”, agrega Kelly. Aunque también es como un “circo”, con espectáculos de drag queens, conciertos y cabaré, recuerda.
Hoy, el Stonewall está reluciente, con una planta baja recubierta de madera y con un billar; un piso superior con otra barra de bar y banderas arcoíris colgadas del techo negro y una fachada repleta también de pequeños estandartes multicolores del movimiento LGTBI.
Las visitas de personalidades como el primer ministro irlandés Leo Varadakar y su pareja Matt Barret en 2018 o la actuación de la cantante Madonna, la pasada Nochevieja, no han hecho más que impulsar su popularidad.
Una fama que sus dueños esperan que no les sobrepase con la llegada de millones de turistas a Nueva York para participar en la celebración de la Marcha Mundial del Orgullo, este 30 de junio, que marcará también el 50 aniversario de la rebelión de los clientes de aquel antro gay.